sábado, 27 de febrero de 2010

EL CALOR DE LOS OTROS

¿Por qué hay abrazos que son tan especiales?

viernes, 12 de febrero de 2010

ROSALÍA DE CASTRO: UNA LÚCIDA MUJER ENTRE VARONES HOSTILES

En el prólogo de su libro La hija del mar acuña estas palabras de disculpa irónica que no caerían muy bien en un mundo de dominio masculino, y que merece la pena que recordemos, ahora que existe un Ministerio de Igualdad, mientras esa igualdad sigue sin llegar:

Antes de escribir la primera página de mi libro, permítase a la mujer disculparse de lo que para muchos será un pecado inmenso e indigno de perdón, una falta de que es preciso que se sincere.

Bien pudiera, en verdad, citar aquí algunos textos de hombres célebres que, como el profundo Malebranche y nuestro sabio y venerado Feijoo, sostuvieron que la mujer era apta para el estudio de las ciencias, de las artes y de la literatura.

Posible me sería añadir que mujeres como madame Roland, cuyo genio fomentó y dirigió la Revolución francesa en sus días de gloria; madame Staël, tan gran política como filósofa y poeta; Rosa Bonheur, la pintora de paisajes sin rival hasta ahora; Jorge Sand, la novelista profunda, la que está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott; Santa Teresa de Jesús, ese espíritu ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de que la mujer sólo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del mundo, es una mujer digna de la execración general.

No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.

Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la mujer tenía alma y si podía pensar -¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de la autora de Lelia?- se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.

Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que sólo los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la mirada de otro que no fuese su autora.

No es éste, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.

Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.

Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré, aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta senda de perdición se recorre muy pronto.

Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.

La vanidad, ese pecado de la mujer, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el océano.

El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato, concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase, arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una mujer.

Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.

sábado, 6 de febrero de 2010

DONDE HABITE ELOLVIDO de CERNUDA



Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.